'La Última Cena' de Tomás Gutiérrez Alea

Por Frater Ignatius


Existen películas que por su calidad artística y grado de compromiso social, merecen un lugar aparte dentro del corazón de un cinéfilo que se precie. Tengo la certeza de que este filme del maestro Gutiérrez Alea cumple plenamente con estos requisitos y se inserta en ese raro sitio de la cinematografía de altísimo nivel técnico y artístico. En el siglo XVIII la aristocracia cubana presumía de ser bastante tolerante con sus esclavos y de ser más benévola que en otras partes cercanas. Un conde se toma lo anterior demasiado en serio y decide "humillarse", organizando una cena muy especial con doce esclavos escogidos por los mayorales.

Es necesario advertir que desde el comienzo de la trama, la fotografía es bastante buena, lograda con muy pocos recursos, ya que este tipo de filmación se adhiere al nuevo cine latinoamericano, heredero del neorrealismo italiano. No obstante, la fotografía hecha por Mario García Joya es de una exquisitez mayúscula y el manejo de la luz permite comparar ciertos fotogramas con cuadros de la cena real. Lo anterior se liga con el arte del retablo de aquella época. Precisamente son estos detalles técnicos de alto nivel los que detonan la mordacidad y la sátira de una obra que hace una crítica acérrima al poder y a la explotación del hombre por el hombre. Es decir, en el momento de estar mirando esta película se pueden estar gestando ideas relacionadas con Freud, Hegel, Marx y otro pensadores que sostenían que la religión es una forma de vertebrar el poder y que por medio de la retórica, precisamente se eterniza el dominio y el status quo de las sociedades dominadas por un puñado de individuos intocables. La religión como un arma de dominio y de lavado de cerebro, que si funciona, permite prolongar el poder por tiempo indefinido. Empero, en esta obra que nos ocupa, las distintas cosmovisiones de los esclavos africanos contrastan brutalmente con las enseñanzas cristianas, provocando un terrible choque de consecuencias atroces. En aquella secuencia larga en que el conde habla y predica como un cristo postmoderno, se tiene la impresión de que no es entendido por los esclavos cuya weltanschauung o cosmovisión es totalmente distinta. Pletórico de equívocos, de mordacidades y hasta de cierto humor negro, el culmen ocurre precisamente en un malentendido entre los mayorales y los esclavos. No podía ser de otra manera, ya que uno de los imperativos de la realidad de la película es precisamente la mejora de los procesos de obtención de azúcar. Y contra las exigencias del capitalismo a ultranza nada se puede. Ni siquiera ese supuesto Dios nos salva. El esclavo cimarrón en cuyo nombre va implícita la idea de libertad y emancipación es la única esperanza contra un mundo brutal y extraviado por las ganancias y el dinero.

YT


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